Wednesday, February 18, 2009

Callos: El Triatlon Estatal de Quintana Roo 2009

En una decisión relámpago, estaba contemplada para hacer el Triatlón Estatal de Quintana Roo con una escasa semana de anticipación. Esta vez, no se apoderó de mi las sensaciones de nauseas, mareo, sin ganas de comer. Esta vez, no me sentía embarazada, a punto de parir un triatlón. Esta vez, ni siquiera sentía la necesidad de pensar si algún doctor benévolo me podría hacer el favor de quitar mi sistema digestivo antes de la prueba.

Llegué a la todavía obra negra del Puerto Cancún temprano para instalar la bici en el rack. Yuri, quién se veía como se hubiera quedado la noche a dormir en el lugar, sombras de ojeras apenas notables debajo de sus ojos, estaba hablando con varios compañeros nadadores de la Cruz Roja, tratando de tranquilizarse. En su primer triatlón, Yuri se mantenía la calma de una forma monumental.

Poco a poco, empezaron a llegar: los experimentados, los quienes esperaban clasificar, los novatos.

En el marcaje, me pintó en los dos brazos con una mano elegante mis números: 28. Los cuales se convirtieron en una especie de tatuaje al no traer bloqueador. La tinta se desvaneció pero los números aún siguen hasta la fecha sobre mis brazos, causando algo de sorpresa cuando la gente los observa de una forma detenida.

El arranque se tardó y ya cuando teníamos los pies en la arena mojada, esperando con ansiedad la salida, me acuerdo de haber pensado al escuchar el silbatazo: "¿Y si no lo hago?" Todos se fueron salpicando y la inercia me jaló hacia el mar. Estaba turbia el agua y no se veía el fondo. Supe que estaba profundo al ver la pared de las rompeolas seguir hasta donde ya no pude ver.

Hoy traía el cabello amarrado en la gorra por sugerencia de mi instructor de natación. "Para ir mas rápido," me explicaba. Aún así, no me sentí muy Michael Phelps al ver que me quedaba atrás en la nadada. Al dar la vuelta a la primera rompeola, sentía mi gorra zafarse y deslizar para atrás sobre mi frente. Mis goggles la sostendrán, pensé.

“Crawl modificado a cada diez brazadas,” me dijo mi amigo salvavidas. Saca la cabeza a cada rato para ver donde estas, escuché en mi mente. Tuvimos que nadar una M sobre dos rompeolas. Al dar la vuelta a la rompeola, la boya estaba mucho mas lejos de lo que pensaba y me la perdía a cada rato.

A lo menos aquí no había temor de que me fuera a Cuba otra vez.

Al salir del agua, escuché la gente gritando mi nombre. Me caí sobre el sargasso, traicionada por la arena que se volvió un atole espeso. Me quité los goggles, dándome cuenta que se me había perdido la gorra.

Con cabello suelto goteando sobre mi cara, yo, cayéndome y, evidentemente, con la porra mas grande del evento, no era la forma más elegante de salir del agua. Parecía un San Bernardo mojado.

"¡Ahí vienen los últimos dos competidores!" gritó el del micrófono mientras me fui corriendo hacía mi bici. Sasquatch. No era la última esta vez.

Llegué a la Transición 1 ahora con un poco mas de practica. Un ánfora de agua para limpiar mis pies empanizados. Toalla para secarlos. Zapato uno. Zapato dos. Jersey con número de competidor. Casco. Lentes. Baja la bici.

Fue en estos momentos que agradecí mis inicios montañescos en la bici. Terreno que tiraba hacía la terracería en pequeños tramos se me hicieron tranquilos. Una chava que andaba en bici de ruta traía la cara igual de roja como su traje. El casco le quedaba a un ángulo para atrás, como si fuera una gorra de béisbol. Si el sufrir tuviera una imagen representativa, esta chava ganaría como portavoz, sin broncas.

Al terminar mi segunda vuelta, los punteros ya estaban regresando a los racks para llevar sus bicis a casa. Pude rebasar a dos personas (incluyendo a la Chava Sufrir) en el tramo de la bici pero las mismas me rebasaron en la carrera. Corría tranquilamente, sabiendo que no hay prisa, que no voy a romper a ningún record, que no tengo patrocinadores quienes me estén presionando. El único record que rompí fue mi propio: llegué en penúltimo lugar, uno mejor que la vez pasada.

Pero algo me picó la cresta:

Me rebasó la Chava Sufrir.

Hay una película maravillosa que en México le pusieron “Amo del Viento” (The World’s Fastest Indian) de Anthony Hopkins. Historia verídica sobre Burt Munro, un Neocelandés quien a sus 60 y picos años, se le hace su sueño realidad de correr su moto “streamline” de la categoría de sub-1000 cc en las pruebas de velocidad de los salt flats de Bonneville, Utah. Al principio de la película, muestra un estante lleno de pistones, piezas que el mismo fabricaba y que por una razón u otra, no servían. Testigos a sus miles de intentos de mejorarse.

Eran parte de su ofrenda al Dios de la Velocidad, en su búsqueda por la pieza que le hará más rápido.

Yo también busco el pistón que me hará más rápido.

Si hay un elemento que me llame como si fuera parte de mi, diría que es el viento.

Si habrá que nombrar a un animal que me encanta, diría que es un ave de presa, como un halcón.

Y así de fácil, encontré a mi tótem.

En mis andares solitarios que se les llaman “entrenamientos,” veo con frecuencia a un halcón, a lo lejos, dibujando círculos. En mi mente, se aterrizaría sobre un árbol que está en la cima de un cerro, que se ve como un punto. Y me espera. A veces se ve tan lejos y parece que ni siquiera me estoy acercando pero confío que como mis pies siguen moviendo, se esta reduciendo la distancia entre el halcón y yo.

Hazme veloz. Quiero ser veloz.

Si llego a aquel árbol donde está aquel halcón, sabré que la soy.

Un Salto de Fe: El Triatlon del Pavo YEK 2008

Creo que hay ciertos puntos que uno tiene que pasar por la vida para comprobar, no tanto la destreza de cada quien, ni quien tiene mas sino nada mas para ver, vivir y respirar.

Hice mi primero triatlón. Un logro para mí que conlleva una fuerte batalla contra mi enemigo más asiduo que he tenido en mi vida: el miedo. Y después de casi dos años de estar lastimándome por caídas de bici, torceduras de tobillo, dolores de las pantorrillas que pudo haber sido síndromes serios, entre alguna que otra cosa, llegué.

Y fue así.

Llegamos muy temprano, el viento soplando fuerte y el sol, asomándose entre nubes largas. Mis amigos y yo estábamos sentados en la arena, viendo lo bello que era ver el amanecer. El mar, como seda arrugada, tentaba entre susurros del viento y el sol se animó a salir un rato antes de meterse de nuevo. Y después de ver todas las diferentes categorías salir, finalmente nos toco a nosotros.

El silbatazo.

Todos corrieron al mar, salpicando uno al otro, delfineando, nadando, corriendo. Me metí y el mar me meneaba. Mi respiración se disparaba. El pánico me cacheteo, haciéndome parar de repente. Veía el horizonte y como el mar levantaba a los demás nadadores.

Me quede pasmada.

En este momento tan breve, pensé, “¿Y si le digo a mi entrenador que no lo voy a hacer?”

“¿Que pasa? ¿Estas bien?”

Volteé para ver un salvavidas, custodiando la salida. Su pregunta me borró todo de mi cassette y de nuevo metí mi cara al mar.

En la primera boya, me estaba apaniqueando y agarré el flotador de uno de los salvavidas. Un chavo ya estaba allí, con otro flotador.

"Me voy a vomitar," dijo.

Y eran los primeros 100 metros.

Y mientras el salvavidas jalaba al chavo de regreso, el otro de mi flotador me preguntó si me iba a seguir. Volteé la mirada hacia la otra boya y que tan lejos se veía. Pasó una ola suavemente como si el mar me estaba reclamando como suya.

Soy, y nada más.

Ya cuando estaba terminando mi primera vuelta, los últimos nadadores estaban terminando su segunda vuelta. Cuando entré al mar de nuevo para mi segunda vuelta, ya estaba sola. Tampoco ayudaba que nadé como 200 metros de más por haber querido nadar hasta Cuba. En cuatro ocasiones, los salvavidas tuvieron que jalar mi pierna para que regresara.

"Vas de regreso a Cancún," me dijo uno. En mis últimos 200 metros, un salvavidas me acorraleó para que no se abriera tanto. Y mientras nadaba y veía que tan adentro del mar me fui nadando y que tan lejos se veía la boya, pensé que si en caso que llegue a tierra, voy a besar al primero que me encuentro allí.

La única persona que estaba era un amigo a quién no tuve ningún intención (ni tendré) de besar. Se quedó a esperarme.

Besos mentales, entonces.

La bici era lo más fácil de todo salvo que en los primeros dos kilómetros, vi algo que no se me va a borrar: una chava (de quién me acuerdo claramente de haber visto antes del silbatazo) estaba tirada en medio de la carretera con un charco oscuro abajo de su cabeza. Dos bicis de ruta estaban apoyándose contra unos árboles y gente de la misma competencia estaban indicando a la gente que sigan la competencia.

No vi un casco en ningún lado.

Al pasar, sentí una sensación de escalofrío en la parte posterior de mi cabeza. En las subsecuentes vueltas, estaba repitiendo en mi cabeza que no se me muera. En mi segunda vuelta, el charco oscuro se atravesó mi camino y pasé encima.

Que no se me muera. Que no se me muera.

Para la tercera, ya estaba sentada con la cabeza vendada.

En la cuarta vuelta, éramos nada más un chavo que ya no le daba más y un hombre trepado sobre una Mongoose de año de la canica con doble suspensión y rack para sus libros de la escuela, lo cual traía un Gatorade.

Bajando de la bici, las plantas de mis pies se sentían como si tuvieran hoyos, por donde presionaban contra los pedales. Y mientras sentían como se formaban las ampollas sobre mis pies, mi cara se contorsionaba y se le quedó plasmada una sonrisa. Aún cuando supe que la única persona que estaba haciendo el triatlón era yo, que casi todos ya se han ido y que abrieron acceso al transito de nuevo, seguía.

Los últimos 20 metros y ya veía la meta. Karla, Héctor, Genaro, Odin, Vega y Rosana me gritaban. Los talones se empezaron a brincar y cerré pensando si iba a llorar.

Al cruzar la meta, di un salto como si estuviera en una comercial de tampones: ¡estoy libre!

Rosana me agarró y me abrazó fuerte (su especialidad). Y entre la respiración agitada de la llegada y el darme cuenta de que llegué, se apoderó de mí un sentimiento tan fuerte que se soltó con toda la fuerza e elegancia que nada más este gran momento me pudo haber brindado:

Sollozaba como nunca en mi vida lo había hecho.

Cuando llegué a Cancún, la primera vez que salí a nadar en mar abierto fue con Genaro. Me acuerdo del pavor que tenía, agarrando la hilera de boyas, Genaro casi arrastrándome a nadar lo que pude nadar, con una paciencia monumental. Y cuando lo vi en la meta con su sonrisa de hermano mayor, vi también como cerró el círculo.

En el camino, llevaba mis muertos conmigo: Donna, la mama de una de mis mejores amigas, murió de cáncer. Su hija y mi amiga, Gen, le dedicó su primer triatlón y fue por ella que empecé. Esperanza, una muy buena amiga y alguien que siempre iba con su novio a sus maratones, se me fue a principios de este año. Ninguna de las dos me había visto en una competencia.

Ahora si.

Y mientras veía el letrero de "META" y escuchaba que las únicas personas quienes estaban allá eran amigos míos, pensé la cosa que creo que a todos nos impulsa cuando competimos, independientemente del lugar en que quedamos:

"Cierre el changarro; ya llegué."