Wednesday, February 18, 2009

Un Salto de Fe: El Triatlon del Pavo YEK 2008

Creo que hay ciertos puntos que uno tiene que pasar por la vida para comprobar, no tanto la destreza de cada quien, ni quien tiene mas sino nada mas para ver, vivir y respirar.

Hice mi primero triatlón. Un logro para mí que conlleva una fuerte batalla contra mi enemigo más asiduo que he tenido en mi vida: el miedo. Y después de casi dos años de estar lastimándome por caídas de bici, torceduras de tobillo, dolores de las pantorrillas que pudo haber sido síndromes serios, entre alguna que otra cosa, llegué.

Y fue así.

Llegamos muy temprano, el viento soplando fuerte y el sol, asomándose entre nubes largas. Mis amigos y yo estábamos sentados en la arena, viendo lo bello que era ver el amanecer. El mar, como seda arrugada, tentaba entre susurros del viento y el sol se animó a salir un rato antes de meterse de nuevo. Y después de ver todas las diferentes categorías salir, finalmente nos toco a nosotros.

El silbatazo.

Todos corrieron al mar, salpicando uno al otro, delfineando, nadando, corriendo. Me metí y el mar me meneaba. Mi respiración se disparaba. El pánico me cacheteo, haciéndome parar de repente. Veía el horizonte y como el mar levantaba a los demás nadadores.

Me quede pasmada.

En este momento tan breve, pensé, “¿Y si le digo a mi entrenador que no lo voy a hacer?”

“¿Que pasa? ¿Estas bien?”

Volteé para ver un salvavidas, custodiando la salida. Su pregunta me borró todo de mi cassette y de nuevo metí mi cara al mar.

En la primera boya, me estaba apaniqueando y agarré el flotador de uno de los salvavidas. Un chavo ya estaba allí, con otro flotador.

"Me voy a vomitar," dijo.

Y eran los primeros 100 metros.

Y mientras el salvavidas jalaba al chavo de regreso, el otro de mi flotador me preguntó si me iba a seguir. Volteé la mirada hacia la otra boya y que tan lejos se veía. Pasó una ola suavemente como si el mar me estaba reclamando como suya.

Soy, y nada más.

Ya cuando estaba terminando mi primera vuelta, los últimos nadadores estaban terminando su segunda vuelta. Cuando entré al mar de nuevo para mi segunda vuelta, ya estaba sola. Tampoco ayudaba que nadé como 200 metros de más por haber querido nadar hasta Cuba. En cuatro ocasiones, los salvavidas tuvieron que jalar mi pierna para que regresara.

"Vas de regreso a Cancún," me dijo uno. En mis últimos 200 metros, un salvavidas me acorraleó para que no se abriera tanto. Y mientras nadaba y veía que tan adentro del mar me fui nadando y que tan lejos se veía la boya, pensé que si en caso que llegue a tierra, voy a besar al primero que me encuentro allí.

La única persona que estaba era un amigo a quién no tuve ningún intención (ni tendré) de besar. Se quedó a esperarme.

Besos mentales, entonces.

La bici era lo más fácil de todo salvo que en los primeros dos kilómetros, vi algo que no se me va a borrar: una chava (de quién me acuerdo claramente de haber visto antes del silbatazo) estaba tirada en medio de la carretera con un charco oscuro abajo de su cabeza. Dos bicis de ruta estaban apoyándose contra unos árboles y gente de la misma competencia estaban indicando a la gente que sigan la competencia.

No vi un casco en ningún lado.

Al pasar, sentí una sensación de escalofrío en la parte posterior de mi cabeza. En las subsecuentes vueltas, estaba repitiendo en mi cabeza que no se me muera. En mi segunda vuelta, el charco oscuro se atravesó mi camino y pasé encima.

Que no se me muera. Que no se me muera.

Para la tercera, ya estaba sentada con la cabeza vendada.

En la cuarta vuelta, éramos nada más un chavo que ya no le daba más y un hombre trepado sobre una Mongoose de año de la canica con doble suspensión y rack para sus libros de la escuela, lo cual traía un Gatorade.

Bajando de la bici, las plantas de mis pies se sentían como si tuvieran hoyos, por donde presionaban contra los pedales. Y mientras sentían como se formaban las ampollas sobre mis pies, mi cara se contorsionaba y se le quedó plasmada una sonrisa. Aún cuando supe que la única persona que estaba haciendo el triatlón era yo, que casi todos ya se han ido y que abrieron acceso al transito de nuevo, seguía.

Los últimos 20 metros y ya veía la meta. Karla, Héctor, Genaro, Odin, Vega y Rosana me gritaban. Los talones se empezaron a brincar y cerré pensando si iba a llorar.

Al cruzar la meta, di un salto como si estuviera en una comercial de tampones: ¡estoy libre!

Rosana me agarró y me abrazó fuerte (su especialidad). Y entre la respiración agitada de la llegada y el darme cuenta de que llegué, se apoderó de mí un sentimiento tan fuerte que se soltó con toda la fuerza e elegancia que nada más este gran momento me pudo haber brindado:

Sollozaba como nunca en mi vida lo había hecho.

Cuando llegué a Cancún, la primera vez que salí a nadar en mar abierto fue con Genaro. Me acuerdo del pavor que tenía, agarrando la hilera de boyas, Genaro casi arrastrándome a nadar lo que pude nadar, con una paciencia monumental. Y cuando lo vi en la meta con su sonrisa de hermano mayor, vi también como cerró el círculo.

En el camino, llevaba mis muertos conmigo: Donna, la mama de una de mis mejores amigas, murió de cáncer. Su hija y mi amiga, Gen, le dedicó su primer triatlón y fue por ella que empecé. Esperanza, una muy buena amiga y alguien que siempre iba con su novio a sus maratones, se me fue a principios de este año. Ninguna de las dos me había visto en una competencia.

Ahora si.

Y mientras veía el letrero de "META" y escuchaba que las únicas personas quienes estaban allá eran amigos míos, pensé la cosa que creo que a todos nos impulsa cuando competimos, independientemente del lugar en que quedamos:

"Cierre el changarro; ya llegué."

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